El sueño de la vejez

Érase una vez una mujer. Alguien con un trabajo (que le encantaba), una familia (que adoraba) y una casa (que pagaba). Durante muchos años hizo lo que hacemos todas: lo que podemos. Criar a dos niñas, trabajar, cocinar, dormir y volver a empezar. Unos años criaba más y trabajaba menos y otros cocinaba a deshoras y no sabía cómo embestirle al día. En sus ratos libres (pocos, pero gustosos) leía, hacía sudokus y pilates. Su plato preferido eran los huevos fritos con patatas.

De vez en cuando, ella y su marido se permitían ese lujazo. Compraban un poco de jamón 'del bueno' y una botella de vino 'del bueno' y se daban un homenaje. Con música cubana de fondo. Y así fueron pasando los años. Llegó la jubilación. Sin casi darse cuenta, se quedó viuda y sin casi darse cuenta, un día se olvidó de apagar el fuego y de ducharse por las mañanas. Una tarde no supo por qué tomaba su café con leche descafeinado en un comedor de paredes grises, ni quién era la mujer con uniforme blanco que le daba cuatro galletas. No comprendía por qué un joven, también de blanco, le decía con tono infantiloide «cariiiiño, tú te sientas aquí». Y, así, en la cama de su anodina y pequeña habitación y en los muchos momentos de lucidez se preguntaba qué había hecho ella para merecer esto.

Qué había pasado para tener que compartir habitación (y baño) con alguien a quien no conocía. Por qué nadie se había interesado en saber quién era ella, su trabajo o sus aficiones. Deseaba volver a su casa. Bienvivir en su entorno, con el apoyo de algún profesional. ¿No volvería a comer unos huevos rotos o a mantener una maldita conversación de adultos? Se preguntaba por qué tenía que pintar mandalas, por qué le permitían ir al baño con la puerta abierta y por qué tenía que saber que Sutanita o Menganito ya no controlaba esfínteres y llevaba paquete. Incluso en los momentos en que su mente quedaba en blanco era consciente de lo aburrida y poco respetada que era su miserable vida.

Antes o después, y si tenemos suerte, llegaremos a la vejez. La pregunta es sencilla: si acabamos en una residencia ¿cómo queremos vivir? Puestos a soñar, dibujo un lugar en donde se respete mi dignidad y mi intimidad. Que me acompañen profesionales que saben y creen en lo que hacen. Que están ilusionados y son neuróticamente exigentes. Que me cuidan con respeto y, si puede ser, un mínimo de afecto. Que se dan cuenta si llevo greñas o uñas largas. Desearía que no olvidasen que alguna vez fui alguien con vida propia. Que leí. Que sepan que mi mente se activa cuando estoy entretenida y no cuando coloreo. Que me pongan la música que me gusta. Querría poder elegir. Porque eso implica tener sensación de libertad. Aunque sólo sea qué merendar, con quién sentarme para comer, qué vestir o qué canal quiero ver. Me gustaría no tener que preocuparme jamás por si me dan la medicación que toca a la hora que toca y sería un sueño que si ven que siento pánico porque a veces soy consciente de que el fin está cerca, me cuiden. Como cuidarían a alguien querido. Que me miren y no sólo me vean. Es un sueño. Soñar es gratis. Ser mayores hoy en día, no.

Fuente: El sueño de la vejez.  Diario de Ibiza »  Opinión
59 por Merçè Marrero Fuster 20.12.2017 | 05:30
 

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